lunes, 18 de marzo de 2013

Maracaibo. En letras de ayer.


La vida había dado un giro peligroso. Fue seguramente en un momento en el que me quedé pensando en otra cosa, seguro fue el día mismo que me di cuenta que mi relación perfecta jamás acabaría en el vestido y la misa, o, el día que murieron mis aspiraciones de fama. El tiempo acababa la belleza y el exceso de trabajo, la inteligencia, pero todo giraba con ruido y prisa. Giraba. Giraba, giraba. Jamás se detenía. Nunca arrancaba. Giraba…

Desde entonces estaba suspendida en una burbuja que en los momentos más angostos era una cuerda floja sostenida por la tensión mientras que por capitulo, la vida se había tornado en una comedia que no era divina ni causaba risa. En eso descubría que mi catecismo había resultado: sufría, por el mero arte de sufrir.

Sufría la relación de trabajo y el exprimir del cuerpo, la mente y las ganas. Sufría la relación con el espacio físico, la cola, el ladrón y el metro que se atrasaba siempre. Sufría el cuerpo que se deslizaba por la ducha cuando estuve sola y dejaba salpicaduras moradas en la rodilla. Pero sobre todas las cosas sufría la soledad de aceptar que sufría sin que aquello fuese relevante porque a quienes pudiera importarles se habían ido.

Ese momento si lo recuerdo, fue alrededor de una mesa con las confidentes de siempre que perdí la voz para quejarme. Para siempre desde ese momento entendí que era tiempo de estar rotundamente sola. Ya nadie miraba, hablaba, quería.

Por eso, miraba afanosamente el espacio. La casa ya no era la mía. La ciudad me había olvidado y yo la miraba horrorizada. Ya no era el patio de los sueños, ni el café con amigos. Era la camisa que se había manchado y había tirado  a la última gaveta por el simple temor de tirarla de un solo golpe.

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