jueves, 28 de noviembre de 2013

José Martí: Viaje a Venezuela

Venezuela es un país rico más allá de los límites naturales. Las montañas tienen vetas de
oro, y de plata, y de hierro. El suelo, como una doncella, se despierta a la más leve mirada
de amor. La Sociedad Agrícola de Francia acaba de publicar un libro en el que se demuestra
que no hay sobre la tierra un país tan bien dotado como este para establecer en él toda
suerte de cultivos. Allí se pueden sembrar papas y tabaco:—té, cacao, y café; la encina se
eleva junto a la palmera. Se ven en el mismo ramo el jazmín de Malabar y la rosa
Malmaison, y en la misma cesta la pera y el plátano: existen todos los climas, todas las
alturas, todas las especies de agua; las orillas del mar, las orillas del río, las llanuras, las
montañas; la zona fría, la zona templada, la zona tórrida. Los ríos son grandes como el
Mississippi; el suelo, fértil como las faldas de un volcán. Esta tierra es como una madre
adormecida, que durante el sueño dio a luz una enorme cantidad de hijos.—Cuando el
labrador la despierte; los hijos saldrán del seno materno, robustos y crecidos, y el mundo se
conmoverá con la abundancia de los frutos.—¡Pero la madre duerme todavía, con el seno
inútilmente lleno! ¡El labrador del país, que solo ama a la mujer y a la libertad, no aspira a
nada, y no hace nada! Toma, como los hindúes, las frutas maduras que cuelgan de los
árboles, y, como un bohemio, canta, seduce, combate, muere. En esta naturaleza virgen, los
hombres del campo tienen todavía costumbres grandiosas y llenas de orgullo.—El
desprecio de la vida, el amor al placer, son el recuerdo arrollador de una vida anterior de
libertad feroz: son poetas, centauros y músicos. Cuentan sus hazañas en largas tiradas de
versos que llaman galerones. Sus bailes tienen una dulce monotonía, la del céfiro en las
ramas de los árboles,—todas las suaves melodías de la selva, interrumpidas por los gritos
terribles del huracán. Sus alegrías, como sus venganzas, son tempestuosas. Beben agua en
la tápara, una ancha fruta vacía, de corteza dura. Se sientan en sus cabañas sobre cráneos de
caballos. Sus caballos tienen alas bajo sus espuelas. Encantan a las mujeres con su gracia;
con su fuerza, derriban toros.

El labrador extranjero tarda en ir allá. Prefiere América del Norte,—donde el trabajo
está desarrollado, la vida es tranquila y la riqueza es probable. En Venezuela hay isleños,
nativos de Islas Canarias, una posesión española; hombres rutinarios, de vidas estrechas,
con la mano torpe, preocupados y mezquinos. Crían vacas y cabras y venden la leche.
Cultivan el maíz.—Hay algún que otro francés, artesano de mérito, cocinero, barbero,
zapatero, sastre.—Hay alemanes, que tienen el arte de vender bien lo que elaboran mal.—
Hay italianos que comercian con frutas, tocan el órgano, viven hacinados en un apartamento
miserable, y lustran botas. He aquí, pues, unas bodas imposibles entre semejante tierra y
semejantes hombres.—Se necesita un hálito de fuego para despertar a esta gran durmiente:
hay que romper el encantamiento a golpes de arado: hay que lanzar la por esos campos
húmedos y fragantes: tal ujier debe anunciar a la naturaleza la noble visita del trabajo
humano.—
En la ciudad, una singular vida semipatriarcal, semiparisiense, espera al viajero. Las
comidas que allí se sirven, exceptuando algunos platos del país; las sillas en que se sientan,
los trajes con que se visten, los libros que se leen,—todo es europeo. La alta literatura, la
gran filosofía, las convulsiones humanas, les son por completo familiares. En su
inteligencia como en su suelo, la menor semilla que se arroje fructifica abundantemente.
Son como grandes espejos, engrandecen la imagen que reflejan: verdaderas arpas eolias,
sonoras a todos los ruidos. Solo que se desprecia el estudio de los asuntos esenciales de la
patria;—se sueña con soluciones extranjeras para problemas originales;—quieren aplicar a
sentimientos absolutamente genuinos, fórmulas políticas y económicas nacidas de
elementos del todo diferentes. Allí conocen de maravilla el interior de Victor Hugo, las
buenas palabras de Proudhon, las proezas de Les Rougon-Macquart y Naná. En materia de
República, una vez que han imitado a Estados Unidos, quieren imitar a Suiza: quieren ser
gobernados desde febrero próximo por un Consejo Federal, nombrado por los Estados. En
literatura, viven apasionados con los españoles y los franceses. Aunque nadie habla las
lenguas indígenas que se hablan en el país, todo el mundo traduce a Gautier, admira a Janin,
conoce de memoria a Chateaubriand, a Quinet, a Lamartine. Resulta pues una
inconformidad absoluta entre la educación de la clase dirigente, y las necesidades reales y
urgentes del pueblo que debe ser dirigido. Las soluciones complicadas y sofisticadas a las
que llegan los pueblos antiguos, nutridos con las viejas serpientes, con los odios feudales,
con impaciencias justas y terribles,—las transacciones de una forma brillante, pero con una
base frágil, por medio de las cuales se prepara, para el próximo siglo, el desencadenamiento
de espantosos problemas,—no pueden ser las leyes de la vida para un país
excepcionalmente constituido, habitado por razas originales, donde la misma mezcla ofrece
caracteres de singularidad,—donde se sufre por la resistencia de las clases laboriosas, como
se sufre en el extranjero por su expansión;—donde se sufre por la falta de población, como
se sufre en el extranjero por su exceso.—Las soluciones socialistas, nacidas de los males
europeos, nada tienen que curar en la selva del Amazonas, donde aún se adoran divinidades
salvajes. Es allí donde hay que estudiar en el libro de la Naturaleza, cerca de sus miserables
cabañas.—Un país agrícola necesita una educación agrícola.—El estudio exclusivo de la
Literatura crea en las inteligencias elementos morbosos, y puebla el espíritu de entidades
falsas. Un pueblo nuevo tiene necesidad de pasiones sanas: los amores enfermizos, las ideas
convencionales, el mundo abstracto e imaginario que nace del abandono total de la
inteligencia a los estudios literarios, producen una generación enclenque e impura,—mal
preparada para el gobierno fructífero del país, apasionada por las bellezas, por los deseos y
por las agitaciones de un orden personal y poético,—que no puede ayudar al desarrollo
serio, constante y uniforme de las fuerzas prácticas de un pueblo.—
Otro mal contribuye a malversar las extraordinarias fuerzas intelectuales de la
República. Entre esos hombres hay una necesidad innata de lujo: es casi una condición
física impuesta por la abundancia de la Naturaleza que los rodea;—llevados, además, por el
desarrollo febril de sus inteligencias a las más altas esferas del apetito, la pobreza les resulta
un dolor amargo e insoportable. No creen que la vida sea, como es, el difícil arte de escalar
una montaña;—sino el brillante arte de volar de un solo impulso desde el pie hasta la cima.
El don de la inteligencia les parece un derecho a la ociosidad: se entregan entonces a los
placeres costosos del lujo intelectual, en lugar de mirar a la tierra, trabajarla afanosamente,
arrancarle sus secretos, explotar sus maravillas, y acumular sus fortunas con el ahorro de
cada día, como por el goteo de cada día se forma la estalactita. Se tienden sobre la tierra,
impidiéndole la eclosión, y sueñan.—Pero llega el amor,—el amor a una mujer distinguida,
—el amor sudamericano, rápido como una llama, imperativo y dominador, exigente y
morboso. Es necesario casarse, poner casa lujosa, vestir a los hijos con exquisitez, vivir al
uso de las gentes ricas, gastar—en suma—mucho dinero.—¿Dónde ganarlo, en un país
pobre? Y se habla entonces, y se escribe para el Gobierno que paga, o para las revoluciones
que prometen: hay que ponerse a los pies de los amos, que odian los talentos viriles, y
sienten placer en quebrar los caracteres, vencer la virtud, embridar la inteligencia. La clase
inteligente y culta está así desacreditada y como aniquilada por esa servidumbre
vergonzosa, a tal punto, que se mira ya, con una cierta justicia de un ojo desconfiado a los
hombres de letras,—el Gobierno es de los fuertes y de los audaces. Los jefes de renombre
se rodean de letrados en apuros. Los mantienen, con su atrevimiento y sus medios de
fuerza, en su posición de riqueza fugaz; los letrados pagan dando apariencia y fórmula de
legalidad a las voluntades del amo.— Y ¡qué héroes ha producido esta tierra!—Al observar
el vigor con el que acaba de recordar su valentía, un joven dotado de gran talento y noble
orgullo, Eduardo Blanco, en un libro que brilla como una lámina de oro: Venezuela
heroica, se diría que ya que se comprende todavía a los héroes, se podría aun serlo.—Pero
si en los hombres inteligentes de Venezuela, bastante numerosos y bastante destacados
como para ser tratados como clase, se podría desear un amor más vivo por la independencia
personal, y una aplicación más útil, más directa, más patriótica de sus fuerzas, hay entre
ellos, como en casi todo el mundo en el país, una condición que seduce:—la abundancia de
corazón. Dan todo lo que tienen, y piden aún más para dárnoslo. Se le exige al extranjero
una honestidad probada, y una vida virtuosa; pero se le estima y se le recompensa. La
generosidad se toca con la prodigalidad. Sienten placer en gastar el dinero, y consideran un
honor despreciarlo.—La sonrisa siempre está en los labios de las gentes. Pronto se hace uno
amigo de todo el mundo, lo cual es muy agradable porque hombres y mujeres conversan
admirablemente. Se interesan por nuestros dolores. Uno habla de sí mismo. Uno siente que
no está perdido en el mundo, como una hormiga o una mariposa. Se disfruta ese dulce
placer
[...] y de muebles venerables, heredados de antepasados; donde las ventanas, casi a nivel
de la acera, están llenas, por la noche, de rostros serenos y soberbios, donde los ojos, en
lugar de mirar, ordenan; donde los labios, en lugar de hablar, queman. En Caracas hay una
fiesta curiosa, en la que se pueden ver más mujeres hermosas de las que se ven en cualquier
reunión igualmente numerosa, en cualquier otro país, incluso aunque fuera el nuestro: es el
Carnaval.—El Carnaval era antes en Venezuela una fiesta abominable que propiciaba toda
clase de suciedades y peligros. Se arrojaba agua por toneles desde las ventanas sobre los
transeúntes; los transeúntes, provistos con toda clase de armas de defensa, algunas veces
muy cómicas, vaciaban aguas perfumadas sobre las bellas mujeres que abrían sus ventanas.
Pero algunas veces era cosa bien distinta al perfume. Entonces, la soberbia nativa de los
hombres se despertaba terriblemente, y si bien besaban la mano de mujer que los empapaba
de la cabeza a los pies, también mataban a algunos infelices mal avisados que no tenían el
derecho natural que se otorga a las mujeres bonitas.
Desde hace algunos años—la fiesta ha transcurrido bien: es un enervamiento de alegría
aristocrática, un esparcimiento elegante, una fiesta para los ojos. Imagínense una decena,
una centena, un millar de cajas de colores rotas al viento. La tarde es clara; el cielo, azul; el
sol, suave; las casas, a ambos lados de la gran calle Candelaria, donde se celebra el
Carnaval, colmadas de mujeres. Nada de trajes, nada de máscaras espantosas, nada de
contornos ocultos: es una fiesta al aire libre. Los hombres, y algunas familias que desean
disfrutar de las justas, se pasean sobre preciosos caballos del país o en carruajes
engalanados con los tres colores nacionales: el amarillo, el rojo y el azul, entre dos filas de
ventanas, en las que las jóvenes apiñadas parecen ramilletes de flores. Las aceras están
llenas de paseantes.—Sobre los sombreros de seda y los trajes negros ha caído una lluvia de
polvos de arroz. Al pasar ante una ventana, una de sus amigas le lanza a la cara un puñado
de papeles de colores,—usted se quita su sombrero de seda, al que llaman en Caracas pumpá,
por imitar el ruido del cañón al que se compara el malhadado sombrero, y un torrente de
almidón se derrama sobre sus cabellos negros.—Algunas veces, cuando llega la noche y la
impunidad es casi segura, nueces, cáscaras de papas, tortas calientes son arrojadas por una
mano violenta sobre los rostros de los transeúntes.—Pero la verdadera fiesta está en el
combate de las ventanas. Los caballeros que pasan detienen súbitamente sus corceles,
lanzan flores, bombones exquisitos, joyas de valor, monedas de oro, a las señoritas que
adornan las ventanas, y espoleando sus caballos, se acuestan sobre el cuello de las bestias, y
parten como flechas para escapar de las nubes de proyectiles que caen sobre ellos.—
Leónidas hubiera podido presentar batalla bajo esos palios volantes de confituras, de
almendras azucaradas, de golosinas, de granos de café, de caraotas negras, los black beans
del país.—Durante los tres días de este fantástico paseo, se hacen ricos regalos.—Una suma
considerable se gasta al año en regalos de familia, para cada casa de Caracas. No importa
nada que los campos no estén cultivados por el temor a la guerra; que el comercio sea
precario por la escasez de productos para exportar; que de la pobreza general provenga un
malestar grave y sensible; que la maquinaria nacional completa ruede, todo lo ambiciosa y
suntuosa que es, sobre algunos pobres campesinos que explotan el café; que no exista otro
medio seguro de vivir que servir en el ejército, en las oficinas o en las dependencias del
Gobierno; que el propio Gobierno viva solamente gracias a las enormes contribuciones que
impone a las pobres gentes que trabajan, o a los pobres comerciantes que importan artículos
extranjeros:—no por eso se vive menos a la manera parisiense; no por eso se gasta menos
de lo que se gastaría en París para vivir:—se despliega un lujo supremo, realzado por una
elegancia instintiva, en el atavío de las mujeres.—
Hay una semana que es en Caracas como una exhibición de riqueza: la Semana Santa.
En ella se destacan prodigalidades locas. Todo el mundo está en la calle. Todos los trabajos
se suspenden.—Se da uno por entero al placer de ver y ser visto. Es una exhibición de
riqueza, una verdadera batalla entre las familias, un desbordamiento de lujo. Se pasea desde
la mañana hasta la tarde. El Señor moribundo es el pretexto; pero no se piensa más que en
cantar bien en la iglesia, donde los coros están formados por las gentes jóvenes más
notables de la ciudad;—en maravillar a los curiosos, en vencer a los rivales.—Están los
alegres vestidos nuevos, arrastrando por las calles abundantes sus colas grises, rojas o
azules; allí les exigen a los hombres agrupados a la puerta de los templos, el premio a la
belleza, allí las larvas que se han convertido en mariposas sacuden sus alas, y con
movimientos adorables de muñecas animadas, se pasean con su primer vestido de
mujercita:—Como paisaje, no hay nada más bello. Los vestidos de color vivo, al sol de la
mañana, parecen desde lejos flores en movimiento, balanceadas por el aire amable sobre la
larga calle. El aire, siempre húmedo y sabroso, está cargado con los perfumes del día que
nace, de la iglesia que se abre, de las mujeres que se pasean. Y los pies de las mujeres son
tan pequeños, que toda una familia podría tenerse sobre una de nuestras manos.—No
parecen criaturas humanas, sino nubes que sonríen, estrellas pasajeras, sueños que andan:—
son ligeras, e inasequibles y esbeltas como los sueños.—Es una mujer notable—la
caraqueña.—El marido, para satisfacer las necesidades de la casa, o su amor insaciable de
bellezas, puede poner en subasta su dignidad política:—porque de su dignidad personal
están peligrosamente orgullosos:—pero nada quiebra la sólida virtud de la mujer, una virtud
natural, encantadora, indolente;—elegante: una virtud que se inspira dulcemente, sin
alarmismos de cuáquero, sin severidades de monja.—Estas mujeres tienen el don de detener
a los hombres atrevidos con una sonrisa. En sus casas se habla con ellas a ventanas abiertas:
uno se siente encantado, y lleno de fuerza, y enervado por una dulce bebida:—si uno las
encuentra en las calles, en el teatro, en el paseo: ellas nos saludan cortés, pero fríamente.
Nuestra jarra de flores cae a tierra. El bello Don Juan se aburriría de lo lindo en Caracas.—
Allí no existe la Doña Inés, ya que la inteligencia superior de las mujeres es una
salvaguarda contra las seducciones de los enamorados: allí no hay conventos, aunque la
rejita de madera que se coloca en el interior de las ventanas, que deja ser uno, todavía puede
hacernos pensar en ellos.
Aunque casi todo el mundo es católico, podría decirse que nadie lo es: un pueblo
inteligente no puede ser aburrido. A veces se defiende con ardor las preeminencias de la
Iglesia; se las defiende con una tenacidad que podría hacer creer en una fe sólida; aún se
observan, en el fondo del zaguán de las casas, un gran corredor vacío que conduce de la
puerta que abre sobre la calle, hasta la puerta que se abre sobre los corredores interiores,
una imagen de San José, o de San Policarpo, o de la Virgen, bajo cuyos mantos sagrados se
ampara a la casa:—hasta en las mismas habitaciones interiores se hallan las paredes
cubiertas de Corazones de María, atravesados por espadas, de Jesús agonizante coronado de
espinas, de Santa Rita, abogada de los imposibles, de San Ramón Nonato, el patrón natural
de las jóvenes esposas, que rezan arrodilladas ante su santo favorito por la salvación de su
primer hijo,—esa flor que acaba de abrirse en su seno.—Es encantador el hogar caraqueño;
todo es conmovedor, lleno de amor, de espíritu de mujer, de honestas alegrías, de tiernos
encantos. Hay en él algo de ala de mariposa y de rayo de sol. Es un placer vivir allí. No es
como en nuestras grandes ciudades—donde la faena ahoga al hombre y las tareas del hogar
ahogan a la mujer. Es un lindo rincón de yerba fresca o un seno conmovido de mujer
siempre en espera de la cabeza fatigada del jefe de la casa.—¡Oh! ¡qué vacía, peligrosa, fría
y brutal es la vida sin esos amores!

La ciudad—ya lo hemos dicho—es bella. Continuamente se construyen casas
espaciosas, de una sola planta, en cuyos patios, entre grandes macetas de flores raras, un
chorro de agua se eleva y cae sobre una fuente elegante, como en Sevilla. Bellas riberas,
con altos bordes tapizados de oloroso verdor, serpentean entre las calles, que se prolongan
en todas direcciones por sólidos puentes. Un hermoso teatro y una bella iglesia acaban de
ser levantados. A propósito de la iglesia corre una anécdota de Humboldt:—“¿Cuándo
regresará usted?”—le preguntaron al partir de la ciudad: “Cuando esta iglesia esté
terminada”, dijo sonriendo.—Y realmente, noventa años después de su partida fue que
terminaron la obra. Ramas cargadas de flores acarician todavía las paredes ruinosas de la
casa donde Humboldt vivió.—Humboldt, que no olvidó jamás—“la culta, la hospitalaria, la
inteligente Caracas”.—Todavía se contempla, en una plaza donde los árboles, como
tomados por un súbito fuego, se coronan en verano de grandes flores rojas, un reloj de sol
construido por Humboldt.—Y cuando, en uno de esos ligeros carruajes que se encuentran
por todas partes en la ciudad, uno se pasea por los alrededores de Caracas, poblados de
cafetales, sembrados a la sombra amiga de los rojos y altos bucares, todavía puede observar
una portada, sobre cuyo remate se lee, en letras dibujadas por la mano del sabio, el nombre
del encantador lugar que fue entonces un delicioso sitio de placer:—Sans Souci.—La
ciudad, cercada por montañas, está construida sobre un valle apacible y sereno, bañado por
un río ancho y tranquilo, por el noble Guaire:—un río de ninfas: hay también otro río,
tortuoso y caudaloso, ruidoso e inquieto, el Catuche,—y aún otro, apacible como su
nombre, el dulce Anauco, que hace pensar en una guirnalda de flores. Desde el puente
construido sobre el Guaire,—uno de los paseos favoritos de los caraqueños,—se divisa una
planicie melodiosa, llena de ruidos amables, sembrada de plantas humildes, coloreada de
tiernos matices, magníficamente serena: palmeras, como centinelas, se levantan sobre los
campos de maíz. Sauces bordean el río murmurante.—A lo lejos, las montañas, como
envueltas en un velo mágico, cambian, al influjo poderoso del sol, sus suaves colores: y tan
pronto son rojas, tan pronto amarillas, tan pronto grises, tan pronto azules.—Las vacas
mugen, las cabritas saltan, los pastores, en sus ánforas de barro enrojecido al fuego, llevan
la leche espumosa a su cabaña lejana.—Un carruaje nos despierta,—para recordarnos que
estamos en la ciudad;—un gran encanto—el de tener tan cerca a la ciudad que roe la vida, y
al campo que la repara.—Es bueno,—en el crepúsculo misterioso, vaciar el alma fatigada
en el alma universal.—
Hay otro paseo que tiene algo de maravilloso: Es el Calvario.—Es una colina, antes
árida, enfermiza y amarillenta, donde hoy el verdor fragante desciende por sus flancos
pintorescos, como un rico tapiz de pliegues colosales, sembrados por aquí y por allá de
notas vivas y chillonas:—las rosas. Al subir, por una suave pendiente, se encuentran
jardines, bosquecitos, piazzetta, arroyos, frondosas arboledas, sonoras cascadas, platanales
cargados de frutos, bambúes sonoros como arpas. Es una mezcla artística cuya mejor
condición es que apenas se ve la mano del arte. Se ha hecho un jardín americano dentro de
un jardín americano. Se ha mezclado el bosque a un jardín. Pocas calles; muchos árboles;—
nada de vías rectas. Desde la cima, coronada por una estatua, se ve la ciudad, como un
tablero de damas; el Capitolio, que se abre los días de fiesta nacional al público, que acude
allí a ver, en los retratos colgados de las paredes, los rostros de los héroes que ama; el
Palacio Federal, que encierra dos salas rectangulares, una para los diputados, presididos
por un retrato de Bolívar, que le arrancó América del Sur a los españoles; la otra, para los
senadores; donde la butaca del presidente está coronada por un cuadro histórico que
representa a los hombres gigantescos que firmaron, el 5 de julio de 1811, en la capilla de la
iglesia de San Francisco, el Acta de Independencia de España. Se ve la Casa Amarilla,
residencia oficial del Presidente de la República, frente a la Plaza Bolívar, en extremo
bonita, en medio de la cual se levanta, sobre un pedestal de granito, el monumento ecuestre
de ese héroe admirable en el que se reunieron todos los dones de la grandeza humana en el
más alto grado.—Enfrente de la Casa Amarilla, del otro lado de la Plaza, una vieja iglesia
levanta su torre cuadrada; coronada con una pobre estatuilla: es la Catedral, de grandes
naves sombrías. Enfrente del Palacio Federal, la Universidad yergue sus torrecillas góticas.
A lo lejos, el Panteón, otra iglesia donde reposan, en un monumento de mármol, que honra
al arte italiano, las cenizas de Bolívar,—se extiende a los pies de una gran montaña, digna
sepultura de tan gran muerto. Al recoger las miradas para admirar la Luna, que brilla en el
cielo como contenta de iluminar su ciudad favorita, estas caen sobre un gran pedazo de
piedra que resplandece como la superficie de un lago,—es el Gran Teatro.—Y
abandonamos este lugar encantador, vigorizados por el espectáculo de semejante belleza; y
por la respiración del aire límpido y puro. Al descender, uno piensa en los guerreros indios
que en estos mismos lugares, lucharon, cuerpo a cuerpo, desnudos y armados con una
macana contra los guerreros españoles, vestidos de hierro, y armados con espada, y con
daga, y con mosquete:—y en las mujeres piadosas se piensa también, las que, por esas
laderas hoy y verdeantes, subieron, andando de rodillas, con un cirio en la mano, hasta la
cima de la colina, para dar gracias a Dios por haber salvado de la guerra o de la enfermedad
a sus maridos o a sus hijos.
Tal es la ciudad:—tal es el país: en la naturaleza, una asombrosa belleza, espectáculos
que ordenan a las rodillas a hincarse, y al alma a adorar: en los corazones de las gentes, toda
clase de noblezas; en las inteligencias, poderes excepcionales;, una falta absoluta de
aplicación a las necesidades reales de la vida entre las clases elevadas;—entre las clases
inferiores, una inercia penosa que proviene de una falta total de aspiraciones: allí, para las
gentes pobres, vivir es vivir independientes, trabajar hasta ganar para poder comprar la
arepa, el pan de maíz, y amar,—en el movimiento agrícola, el miedo a la guerra intestina, y
a los abusos de los partidos triunfantes; en el movimiento artístico e industrial, una
honorable impaciencia, sofocada por las malas leyes canónicas que ahogan las empresas; en
los indios, el desprecio de la ciudad y de sus hombres, y el amor salvaje,—un amor de ostra
por la concha,—a su rincón de la selva y a su cabaña miserable;—en el labrador blanco, o
mestizo, la indolencia criolla y el orgullo primitivo, el desprecio al trabajo, y la pasión por
el combate que distinguen a los pueblos nacientes. En la ciudad, París; en el campo, Persia.
Se sabe de todo en la ciudad, y se habla admirablemente de todo: la imaginación es allí un
hada doméstica: la Poesía riega flores en las cunas de los recién nacidos; la Belleza besa en
los labios a las mujeres del país. Pero los hombres no tienen suficiente independencia
personal, ni suficiente conocimiento de las verdaderas necesidades de su patria, para hacerla
un país rico, feliz y fuerte. Una multitud de apóstoles trabaja en silencio por el
mejoramiento del país; una necesidad de ciencia útil comienza a reemplazar el excesivo
poder poético. Hay que esperar, y saludar a los buenos luchadores que construyen su
primera línea férrea, que estudian sus costumbres, esparcen a manos llenas la instrucción
pública, y llaman con voz leal a las riquezas extranjeras que deben hacer fructificar las
riquezas naturales.—Todo debe esperarse de un pueblo donde la mujer es virtuosa y el
hombre es honesto.—Si ellos vacilan no es

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