Cuentan que en Alemania los judíos conformaron
una clase prospera. El judío era el médico del hijo, el abogado del padre, el
vecino de la señora, la panadera de la esquina, pero para algunos, un grupo,
unos tantos que no llegaban a ser muchos eran inconvenientes y molestos. Contra
los judíos se alinearon las imprentas y los discursos, y luego un par de
señores acompañados con sus señoras que no leyeron sino la prensa y el
catecismo comenzaron a culparles y a temerles, luego les cerraron las puertas
de las tiendas, les negaron el subir a los buses y a los trenes, dejaron que se
los llevaran y lo agradecieron. Sin médicos pero un tantito más seguros,
resguardados por el manto de la muerte de quienes habían conocido, los alemanes
y las alemanas necesitaron décadas y fotos, películas para entender lo que
habían hecho pero ya no eran ellos, eran sus hijos. Al rato se escribió un
pasquín igual pero no eran los judíos sino los árabes y no eran los abuelos
sino los nietos y estalló en el mundo la islamofobia.
Cuentan que Ruanda es un país de mil colinas
habitadas por primates inteligentes, cuna presunta de nuestra humanidad.
Cuentan que lo habitaban las tribus desde siempre y hasta que llegaron los
belgas con sus papelitos para distinguirles y sembrarles un odio que los llevó
a imprimir pasquines, cerrarles las puertas de las tiendas, negarles subir a
los buses, hacer programas de radio y llegaron noches de fuego, que se llevaron
a la mitad del país y los otros callados, agradeciendo.
Cuando el odio entra, cuando nos vamos
convenciendo de que es justo y necesario. Más justo y más necesario que el
amor, que la diferencia pesa más que la similitud y que vale la pena
protegernos de todo y de todos, nos vamos olvidando. Borramos las causas que
nos han hecho una Nación, una sola especie entre todas las especies, un solo
planeta entre todos los planetas.
Cuando se vocifera pidiendo que saquen a
alguien de un restaurant, que lo saquen de un estacionamiento, que lo bajen de
un ascensor, que no le dejen abordar un avión caemos en el ciclo perpetuo que
nos ha hecho la más perfecta y letal, arma de destrucción.
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