
Cuentan que Ruanda es un país de mil colinas
habitadas por primates inteligentes, cuna presunta de nuestra humanidad.
Cuentan que lo habitaban las tribus desde siempre y hasta que llegaron los
belgas con sus papelitos para distinguirles y sembrarles un odio que los llevó
a imprimir pasquines, cerrarles las puertas de las tiendas, negarles subir a
los buses, hacer programas de radio y llegaron noches de fuego, que se llevaron
a la mitad del país y los otros callados, agradeciendo.
Cuando el odio entra, cuando nos vamos
convenciendo de que es justo y necesario. Más justo y más necesario que el
amor, que la diferencia pesa más que la similitud y que vale la pena
protegernos de todo y de todos, nos vamos olvidando. Borramos las causas que
nos han hecho una Nación, una sola especie entre todas las especies, un solo
planeta entre todos los planetas.
Cuando se vocifera pidiendo que saquen a
alguien de un restaurant, que lo saquen de un estacionamiento, que lo bajen de
un ascensor, que no le dejen abordar un avión caemos en el ciclo perpetuo que
nos ha hecho la más perfecta y letal, arma de destrucción.
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