lunes, 31 de marzo de 2014

[Política] Lo que los muñecos no cuentan



La guerra es uno de esos artes que la humanidad cultiva ignorando que todos la pierden. La locura de algunos dibujada y dirigida según los métodos que tienen toda la historia practicándose ha llevado a civilizaciones enteras al colapso. Las ciudades que tardan siglos –a veces milenios- en construirse se transforman en horas en montones de piedras y vigas rotas. Las bibliotecas que se cuidaron desde que la gente vestía trapos largos y arenosos se convierten en leyenda. Los vientres se distienden para perder la vida que los hacen y los amantes se desgarran en un hasta luego que se convirtió en el fin.

La guerra no es ese lugar de héroes y campos que sale en las películas. Ese montón de piedras, era el camino a la casa de alguien. Ese montón de cabezas eran los rostros del amor de alguna madre, de algún tío. Era la humanidad entera que pese a llenarse de cosas, de teorías, de poemas sigue siendo vil y elemental, como en los primeros tiempos.

De todas las guerras aquellas que han terminado en la eliminación sistemática de alguna de las partes de los pueblos son consideradas las más terribles. Los juristas para ellas adoptaron un término que venía de las ciencias sociales, el de genocidio y lo limitaron de modo a que no pudiera decirse la verdad: la conquista de América fue un genocidio, la esclavitud del África lo fue también, la política de Israel sobre Palestina lo sigue siendo y así, son más los nombres de los casos que los que pueden cabernos.

En el tiempo reciente, de la historia oficial, la atrocidad más parecida a un genocidio fue la de Ruanda, un pequeño país ubicado en la región de los Grandes Lagos de África donde un grupo étnico, los hutus, durante años sometió a la población a una guerra de baja intensidad para acabar con la oposición tutsi.

El genocidio de Ruanda, fuera de cualquier particularidad del conflicto, tiene elementos que han sido demostrados. Entre ellos el rol de los medios de comunicación en la incitación al odio irracional, de la división étnica y política para dibujar un mundo de buenos y malos, de amenazados y amenazadores.

Ese mundo es el que dibujan las redes sociales, sustitutas actuales de la radio y la televisión en las calles de Venezuela. No se requiere de la Radio de las Mil Colinas (Radio des Milles Collines) cuya personalidad facilitó un proceso de imputación internacional posterior sino que basta con lanzar mil mensajes con esas cuentas que se pierden y borran con clics.

El problema es que la responsabilidad de estos medios, así jurídicamente se salde con su cierre y encarcelamiento de los causantes deja estelas de dolor y terror que nunca serán sanadas. Mi reflexión no visa a nadie sino a nosotros mismos, a los señores que nos demuestran que son buenos cristianos, ciudadanos ejemplares, dignos de cualquier visado pero pegan de cualquier poste un muñeco que es el tutsi de nuestras calles: un chavista cualquiera.

En algunos lugares estas imágenes son aún más horrendas pues, los muñecos reposan sobre las puertas de las escuelas o tienen nombres escritos o fotos pegadas, como si alguien apostase a ello, a ver las calles de esta ciudad llena de los rostros de vecinos, primos, hermanos desangrándose por doquier.

¿A cuál fin? ¿Para cual país? ¿Para cual record? Para borrar la historia de un pueblo digno que se une a gritarle esta noche un “vamos mi vinotinto” ¿o para traernos no lo mejor del África sino lo peor, la miseria a la que le condenó la historia de saqueos y periferia?

No existe una frase más trillada que aquella de que es necesario conocer la historia para evitar repetirla pero vale aclararla: es necesario conocer la historia para saber que no somos iguales a los sitios de los que importamos la violencia. El macabro arte de colgar muñecos viene de países con realidades, pasadas y presentes, distintas a las nuestras. Valga decir que nuestra Venezuela no es tampoco un país donde exista una oligarquía clara que detente el poder y que divida, la realidad en clases sociales y políticas, con coincidencias de intereses.

Entonces, si el pasado nos cuenta de familias donde en la misma mesa se reunían partidarios de Pérez Jiménez y adecos, son pocos los opositores que pueden afirmar que un chavista le queda más lejos que a dos primos de distancia, y, pocos los chavistas que pueden declarar que no tienen un hermano o un hijo que se cambió de bando o nunca estuvo con ellos.

Por eso quiero sumar este precedente a la lista de cosas que debemos tener presentes, pues nuestra historia se encuentra tambaleándose en un pie entre el amor y el odio. Lo que será el futuro no depende ya de lo que fueron nuestros padres, con sus tiempos de guerrilla y huelgas de sin cupos; ni de nuestros abuelos de la Venezuela gomecista analfabeta y campesina, depende de nuestra capacidad de ser dignos y racionales.

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