¿Ustedes se
imaginan, el país sembrado de Mercales, cada dos o tres cuadras, con todos los
productos hechos en los patios de las casas, los conucos, los sembradíos y las
empresas? ¿ustedes se imaginan que cada grano de café que lleven a la boca venga
de las manos laboriosas de los Andes donde no falte un día un sistema que
compense la falta de lluvia? ¿Ustedes se imaginan el fin del reinado de la
leche de pote –con azúcar y harina- y de las arepas de bagazo de maíz? ¿Ustedes
se imaginan que no exista una cola indignante e inaceptable más en un
Bicentenario, en un Mercal, en un Mercalito o en un abasto privado?
Más de uno,
habrá levantado la ceja, me habrá acusado de loca, habrá ido al pragmatismo
necesario para sobrevivir en la política pero permítanme hablarles, es decir,
sigan leyendo.
Vamos un
tanto atrás, agárrense de los recuerdos de sus infancias. Yo recuerdo la mía,
en el pupitre de metal del colegio privado, donde había sobrepoblación y
sacaban a los niños afuera a regañarles porque sus padres se habían atrasado
con el pago.
Allí, me
explicaron que Venezuela no valía la pena ni soñarla. No había posibilidad de
ganar un juego de fútbol y todos los cohetes eran de la Nasa, toda la ropa
buena venía de Miami y si querías maquillaje tenías que ir a Paris. En ese
tiempo, los niños poblaban las calles de Maracaibo, durmiendo sobre cartones en
las puertas de los bancos. Las escuelas públicas se agarraban a piedra y humo.
Todos los cables parecían torcernos el camino.
Hagan
entonces el ejercicio mental y miren al lado. Pregúntense cuantas cosas de las
que tiene, ahorita, al lado, al frente, puestas, eran sencillamente imposibles.
Les volveré
a hablar en primera persona. Tengo un teléfono hecho en Punto Fijo por gente
con la que comparto la sangre. Tengo un carro ensamblado en Aragua por ayuda y
licencia de unos árabes. Tengo un edificio de la Gran Misión Vivienda al frente y contrario a las previsiones
de las señoras de mi edificio, en vez de matones, veo todas las mañanas salir
personas que arrean carritos o le dan la mano a escolares. Todos los días veo
al parquero y al señor del kiosco, se ven rozagantes. Veo una colección de periódicos
que se imprimen en un papel que no tenemos.
¡Seguro ya
me llamara enchufada! Esa es la palabrita con la que nos miran pero todos los
días trabajo desde que el sol sale hasta que se apaga, con algunas mejores anécdotas
y otras peores. Mis compañeros de trabajo son expertos en detestar nuestro
proceso, y, entre ellos, los que son camaradas, siguen teniendo los zapatos y
las correas gastadas.
Ese cuento
de la boliburguesía es un boomerang de derecha de lo más peligroso. En el peor
de los casos tendremos que admitir que algunos camaradas han caído en los
vicios que la IV dejó sembrada pero no existe una mayoría de gente que haya
traicionado ni que viva en una riqueza desmesurada.
Para los más
incrédulos, les propongo este ejercicio. Acuda a una reunión donde vaya un
diputado o una diputada por la Revolución de su circuito. Acérquese, pregúntenle
el salario. Si esta práctica le resulta intimidante puede entrar al portal de
la Asamblea Nacional y ver dos cosas, primero una fulana ley de emolumentos de
los altos cargos de la Administración Pública, y, la lista de asistencia de los
representantes al Parlamento. Pues sepa usted ¡en Venezuela, diputado que no
trabaja, no cobra!
¿Qué risa,
no? ¡Que risa ver eso cuando una estudió en una Universidad de las autónomas! ¿Usted
se imagina que a los profes les descontaran las horas? Entonces, ¿quién, cobra
sin trabajar? ¿Cómo es el cuento?
¡Entonces me
llamaran pendeja! Me contaran como un convenio extraño hizo que los chinos
vendieran a Venezuela un simulador de realidades, un empeño de nuestro futuro
para mantener un gobierno que ¡zas! Está condenado a morir.
Por eso les
dije, no miren lo que yo miro, miren lo que les rodea. Cuenten los carros
venezolanos, los teléfonos venezolanos, las Universidades venezolanas, las
antenitas de cable pegadas a la ventana.
¡Cuán
fascinante es mirar las antenitas pegadas desde el campo hasta Caracas! ¡Cuán
caro es tener cable y la gente paga un servicio que no admite un “déjame
pegarme”!
Piense usted
otra cosa. Yo como usted comparto la indignación del precio del queso. ¡Esa
vaina va de retro! Alguien, que no sea Fedenaga, empresa privada que mata vacas
para subir el precio de la leche, que me explique por qué demonios puede un kg
de queso costar “una rebanada de salario”
Pero fijese
algo, no tan sólo en Venezuela antes de Chávez no existían los cestatickets ni
subía periódicamente el salario sino que en la mayor parte del mundo, ese bono
que es obligatorio y que mal que bien compensa un poco, no existe. ¡Imagínese
el precio del queso sin bono compensatorio! Probablemente me dirá que se
mantendría igual o tardaría en subir. Pero lo mismo pasaría porque pasaba y
pasa, con su sueldo.
Todo este
cuento no viene sino del proceso que generó mi artículo sobre “¿qué es el
chavismo?” no se imaginan las cosas que recibí. Creo que resumiría que las más
hermosas eran directamente proporcionales a las horrendas. Recibirlas todas, me
hablaba bien de mi país.
Es verdad,
no todo es bonito. Justo vengo de correr Caracas porque una medicina vital para
mi abuela que vive en Falcón no se encuentra. Justo tuve que hacer una cola
inmensa y luego, rogarle a un mensajero que lo enviara a casa.
Pero, yo no
les propongo en estas líneas un análisis de culpas y culpables sino caer en
cuenta del riesgo que es que nos secuestren el proceso de soñar.
Oigo con
terror, de cuando en cuando, repetirse ideas como “este país no sirve” “esto se
acabó” porque ese es precisamente el espíritu que sirvió a la Colonia, y
después, a la dominación burguesa de la República.
Entonces me
salen ganas de gritarles a todos y repetirles “¡poderes creadores del pueblo,
poderes soñadores camaradas!” Suéñense, miren cuantos sueños ya han sido y no
suelten, que este proceso es porque ha sido y será porque somos.
¡Fuerza!
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