La
guerra es uno de esos artes que la humanidad cultiva ignorando que todos la
pierden. La locura de algunos dibujada y dirigida según los métodos que tienen
toda la historia practicándose ha llevado a civilizaciones enteras al colapso.
Las ciudades que tardan siglos –a veces milenios- en construirse se transforman
en horas en montones de piedras y vigas rotas. Las bibliotecas que se cuidaron
desde que la gente vestía trapos largos y arenosos se convierten en
leyenda. Los vientres se distienden para perder la vida que los hacen y los
amantes se desgarran en un hasta luego que se convirtió en el fin.
La
guerra no es ese lugar de héroes y campos que sale en las películas. Ese montón
de piedras, era el camino a la casa de alguien. Ese montón de cabezas eran los
rostros del amor de alguna madre, de algún tío. Era la humanidad entera que
pese a llenarse de cosas, de teorías, de poemas sigue siendo vil y elemental,
como en los primeros tiempos.
De
todas las guerras aquellas que han terminado en la eliminación sistemática de
alguna de las partes de los pueblos son consideradas las más terribles. Los juristas
para ellas adoptaron un término que venía de las ciencias sociales, el de genocidio y lo limitaron de modo a que
no pudiera decirse la verdad: la conquista de América fue un genocidio, la
esclavitud del África lo fue también, la política de Israel sobre Palestina lo
sigue siendo y así, son más los nombres de los casos que los que pueden cabernos.
En
el tiempo reciente, de la historia oficial, la atrocidad más parecida a un
genocidio fue la de Ruanda, un pequeño país ubicado en la región de los Grandes
Lagos de África donde un grupo étnico, los hutus, durante años sometió a la población
a una guerra de baja intensidad para acabar con la oposición tutsi.
El
genocidio de Ruanda, fuera de cualquier particularidad del conflicto, tiene
elementos que han sido demostrados. Entre ellos el rol de los medios de
comunicación en la incitación al odio irracional, de la división étnica y
política para dibujar un mundo de buenos y malos, de amenazados y amenazadores.
Ese
mundo es el que dibujan las redes sociales, sustitutas actuales de la radio y
la televisión en las calles de Venezuela. No se requiere de la Radio de las Mil
Colinas (Radio des Milles Collines) cuya personalidad facilitó un proceso de
imputación internacional posterior sino que basta con lanzar mil mensajes con
esas cuentas que se pierden y borran con clics.
El
problema es que la responsabilidad de estos medios, así jurídicamente se salde
con su cierre y encarcelamiento de los causantes deja estelas de dolor y terror
que nunca serán sanadas. Mi reflexión no visa a nadie sino a nosotros mismos, a
los señores que nos demuestran que son buenos cristianos, ciudadanos ejemplares,
dignos de cualquier visado pero pegan de cualquier poste un muñeco que es el tutsi de nuestras calles: un chavista
cualquiera.
En
algunos lugares estas imágenes son aún más horrendas pues, los muñecos reposan
sobre las puertas de las escuelas o tienen nombres escritos o fotos pegadas,
como si alguien apostase a ello, a ver las calles de esta ciudad llena de los
rostros de vecinos, primos, hermanos desangrándose por doquier.
¿A
cuál fin? ¿Para cual país? ¿Para cual record? Para borrar la historia de un
pueblo digno que se une a gritarle esta noche un “vamos mi vinotinto” ¿o para
traernos no lo mejor del África sino lo peor, la miseria a la que le condenó la
historia de saqueos y periferia?
No
existe una frase más trillada que aquella de que es necesario conocer la historia
para evitar repetirla pero vale aclararla: es necesario conocer la historia
para saber que no somos iguales a los sitios de los que importamos la
violencia. El macabro arte de colgar muñecos viene de países con realidades,
pasadas y presentes, distintas a las nuestras. Valga decir que nuestra
Venezuela no es tampoco un país donde exista una oligarquía clara que detente
el poder y que divida, la realidad en clases sociales y políticas, con
coincidencias de intereses.
Entonces,
si el pasado nos cuenta de familias donde en la misma mesa se reunían
partidarios de Pérez Jiménez y adecos, son pocos los opositores que pueden
afirmar que un chavista le queda más lejos que a dos primos de distancia, y,
pocos los chavistas que pueden declarar que no tienen un hermano o un hijo que
se cambió de bando o nunca estuvo con ellos.
Por
eso quiero sumar este precedente a la lista de cosas que debemos tener
presentes, pues nuestra historia se encuentra tambaleándose en un pie entre el
amor y el odio. Lo que será el futuro no depende ya de lo que fueron nuestros
padres, con sus tiempos de guerrilla y huelgas de sin cupos; ni de nuestros
abuelos de la Venezuela gomecista analfabeta y campesina, depende de nuestra
capacidad de ser dignos y racionales.