Sigo con mi bitácora de hormiga curiosa.Les paso hoy es un artículo de
un español que habla sobre como hoy en día
en España se debate la posibilidad y deber de legislar sobre el "odio
virtualmente expresado". El autor manifiesta algo que es cierto, quizás
eso sea tan díficil como pretender regular que la gente llene de
graffitis las calles pero hay una frase importante "más allá de lo que sea posible y plausible legislar al respecto"
Es decir, que, un mínimo de regulación se reconoce como una obligación de los Estados para mantener la convivencia. Entonces a retener: la regulación de las redes sociales es un tema en agenda legislativa y judicial mundial (hace tan sólo unas semanas la Corte Suprema de EEUU se pronunció regulando el Facebook) y como todas las libertades conoce el límite del derecho ajeno y del orden público.
Una frase corta, un bramido, una blasfemia, una insulto hiriente, una pintada, una amenaza, una maldición. Todo ello y todas ellas caben en pocos caracteres; vienen a ser los espumarajos de un continuo y frenético oleaje empujado desde la vida pública y que se estrellan sobre los muros virtuales, no sé si infinitos, pero sí, desde luego, ilimitados. A menudo, sintaxis alicortada, semántica de brocha gorda, morfología balbuciente, discordancias llamativas. A menudo, la paradoja que supone agarrarse al asidero de la soledad desde donde se escribe y, al mismo tiempo, sentirse envalentonados imaginando la pléyade de receptores de su bufido.
No, su casa no está sosegada, como la del poeta místico. Pero el arrebato expresado en tan pocos caracteres sí que está cargado de decibelios.
Más allá de lo que sea posible y plausible legislar al respecto, sin que sufra menoscabo la libertad de expresión, nos encontramos claramente ante un problema de géneros, más de bien se subgéneros. Si, como reza el tan recurrido tópico, se supone que el papel lo aguanta todo, preguntémonos hasta dónde llega la inexpugnable resistencia (también indiferencia) de los muros virtuales.
Más allá de que se legisle contra las injurias, más allá de que se intente exigir que lo que se dice está contrastado, lo que le falta a esta realidad virtual, cada vez más frecuentada en las redes sociales, es solemnidad. Es en esa ausencia de solemnidad donde radica la grandeza y la miseria de la incesante catarata de decires en las redes sociales. Grandeza, por la espontaneidad que permite; miseria, por lo poco que importa expresarse sin decoro y sin rigor.
Desde el crimen de León, se diría que las alarmas se han disparado hasta que muy recientemente, a resultas de un partido de baloncesto, hubo inundación de comentarios racistas que, según parece, fueron en muchos casos objeto de denuncia.
El odio y el ingenio, –perdón por la perogrullada- tan omnipresentes en las pintadas y en las redes sociales, se asoman con mucho más pudor en otros ámbitos de expresión, pero, en el mundo virtual, son irrefrenables y, sobre todo, esenciales.
Y no perdamos de vista que, si bien es cierto que las andaduras digitales dejan huella, la realidad virtual se vive, en la mayor parte de los casos, como un ámbito anónimo. El insulto no es cara a cara. La amenaza no se manifiesta en presencia física. El alarido racista, machista, clasista, (y todos los “istas” que se quieran) se lanza desde la covacha de la soledad. Distinta cosa es que esa covacha pueda ser, llegado el caso, localizada y rastreada. Pero, desde ella se actúa como si se estuviese en un atrincheramiento infranqueable.
Legislar contra el odio virtual, además de generar debates que forman parte del entretenimiento público, viene a ser –mutatis mutandis- como la lucha contra las pintadas más o menos irreverentes, más o menos insultantes, más o menos ingeniosas, más o menos cobardes, pero siempre inevitables. Y, hecha la necesaria selección que impone el paso del tiempo, necesarias como testigos de los afanes de un tiempo y un territorio, necesarias como muestras de un derroche de ingenio que, por fortuna, nunca cesa.
Es decir, que, un mínimo de regulación se reconoce como una obligación de los Estados para mantener la convivencia. Entonces a retener: la regulación de las redes sociales es un tema en agenda legislativa y judicial mundial (hace tan sólo unas semanas la Corte Suprema de EEUU se pronunció regulando el Facebook) y como todas las libertades conoce el límite del derecho ajeno y del orden público.
¿Legislar contra el odio virtualmente expresado?
Archivado en (Opinión) por desde-el-bajo-narcea el 23-05-2014
«Sóbrale al mar de amargura lo que a menudo le falta de firmeza, pereciendo en él todos los que se adentran sin estrella» (Gracián).Una frase corta, un bramido, una blasfemia, una insulto hiriente, una pintada, una amenaza, una maldición. Todo ello y todas ellas caben en pocos caracteres; vienen a ser los espumarajos de un continuo y frenético oleaje empujado desde la vida pública y que se estrellan sobre los muros virtuales, no sé si infinitos, pero sí, desde luego, ilimitados. A menudo, sintaxis alicortada, semántica de brocha gorda, morfología balbuciente, discordancias llamativas. A menudo, la paradoja que supone agarrarse al asidero de la soledad desde donde se escribe y, al mismo tiempo, sentirse envalentonados imaginando la pléyade de receptores de su bufido.
No, su casa no está sosegada, como la del poeta místico. Pero el arrebato expresado en tan pocos caracteres sí que está cargado de decibelios.
Más allá de lo que sea posible y plausible legislar al respecto, sin que sufra menoscabo la libertad de expresión, nos encontramos claramente ante un problema de géneros, más de bien se subgéneros. Si, como reza el tan recurrido tópico, se supone que el papel lo aguanta todo, preguntémonos hasta dónde llega la inexpugnable resistencia (también indiferencia) de los muros virtuales.
Más allá de que se legisle contra las injurias, más allá de que se intente exigir que lo que se dice está contrastado, lo que le falta a esta realidad virtual, cada vez más frecuentada en las redes sociales, es solemnidad. Es en esa ausencia de solemnidad donde radica la grandeza y la miseria de la incesante catarata de decires en las redes sociales. Grandeza, por la espontaneidad que permite; miseria, por lo poco que importa expresarse sin decoro y sin rigor.
Desde el crimen de León, se diría que las alarmas se han disparado hasta que muy recientemente, a resultas de un partido de baloncesto, hubo inundación de comentarios racistas que, según parece, fueron en muchos casos objeto de denuncia.
El odio y el ingenio, –perdón por la perogrullada- tan omnipresentes en las pintadas y en las redes sociales, se asoman con mucho más pudor en otros ámbitos de expresión, pero, en el mundo virtual, son irrefrenables y, sobre todo, esenciales.
Y no perdamos de vista que, si bien es cierto que las andaduras digitales dejan huella, la realidad virtual se vive, en la mayor parte de los casos, como un ámbito anónimo. El insulto no es cara a cara. La amenaza no se manifiesta en presencia física. El alarido racista, machista, clasista, (y todos los “istas” que se quieran) se lanza desde la covacha de la soledad. Distinta cosa es que esa covacha pueda ser, llegado el caso, localizada y rastreada. Pero, desde ella se actúa como si se estuviese en un atrincheramiento infranqueable.
Legislar contra el odio virtual, además de generar debates que forman parte del entretenimiento público, viene a ser –mutatis mutandis- como la lucha contra las pintadas más o menos irreverentes, más o menos insultantes, más o menos ingeniosas, más o menos cobardes, pero siempre inevitables. Y, hecha la necesaria selección que impone el paso del tiempo, necesarias como testigos de los afanes de un tiempo y un territorio, necesarias como muestras de un derroche de ingenio que, por fortuna, nunca cesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario