Recuerdo cuando empecé a
escribir. Mis padres luchaban contra mi colegio. Alguna cosa hice para ganarme
el desprecio más violento de mi maestra. Creo que el algo era ser la hija de
dos profesores que no regalaban cosas, que tenían un carro viejo. Lo cierto fue
que un día en el Sierra Azul mi papá me animaba a seguir escribiendo después de
mi debut recitando un poema para el día de la madre en las tareas dirigidas.
Recuerdo que pensé primero en ser guionista de dibujos animados y así comenzó
todo. Al llegar a Francia, el mejor maestro del mundo, Jean –sin apellido-,
debió haber averiguado aquello. Me retó. Debía aprender a escribir francés para
publicar en el periódico escolar. Tenía diez años.
Al regreso a Venezuela, mis
padres consiguieron una máquina de escribir digna de museo. Una cosa pesada y
metálica, roja de teclas negras. Me dediqué a atormentar a mi hermana porque
había decidido escribir cuentos sentada con la maquina encima de una litera.
Creo, que mi primer cuento completo se llamaba “corazonada de verano”. ¡Sepa
usted sobre que iba eso!
Si hoy pienso y escribo sobre
esto es porque desde ese entonces no he dejado de hacerlo. Creo que es Giselle
Halimi, con quien me identifico tanto, que dice que escribe porque es la única
manera que entiende de vivir.
Entonces, así ha sido este cuento
y luego, tuve titanes para mejorar. Cuanto no recuerdo las tardes con Enrique
Arenas y Lydda Franco Farías, ambos, hermosos y brillantes. Perfeccionistas y
volátiles. Maestros.
Mi experiencia a este respecto en
la educación más formal nunca fue tan fácil. Un Profesor de Literatura de esos
de gramática y manual supo detestarme hasta que coincidí con Valmore Muñoz
Arteaga, oscuro, misterioso, fanático de lo germano y profundamente inspirador.
Con él, volví a la imprenta escolar donde enfrenté luego algo de lo que hoy
llaman bulling.
Para esa época este asunto se complica pues pese a ser la poesía mi primera pasión, mi arena natural, la que aprendí a tallar de los ojos de Nelly, del humo de Lydda, de las hojas poco leídas de mi papá, de Jean y sus recitales de Verlaine me abrí a la escritura de ensayos, entre políticos y jurídicos, sociales y personales.
Ese camino lleno de hojas
virtuales de mis primeros intentos que conoció Douglas Bolívar fue la puerta a
mi querido Correo del Orinoco, antes de esa fecha, algunas veces había
aparecido en Rebelión y en otros sitios pero la seriedad del compromiso con el
Correo fue un ejercicio moldeador de constancia.
Si pienso esto, más como balance
en algún punto del camino es porque a tres años de A Desalambrar algunas cosas
se ven bonitas: cientos de personas leen semanalmente mi columna, la hacen
seguir por las redes sociales, y, lo mismo ocurre con este espacio más informal
en los tamaños y los temas, mi blog, “De eso no se habla”.
Pero una entonces tiene ese
sentimiento de tarea hecha y por hacer cuando descubre que ya no sólo escribe
para un periódico ni un blog sino que de allí las cosas pasan a otros espacios.
Puerto Rico, Perú, Argentina, Cuba, Caracas, Maracaibo, Maracay, Valencia… que
hermoso se siente este eco que deja la voz a su paso, que maravilloso es el
agradecimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario