viernes, 6 de septiembre de 2013

Nuestra historia



Nos convencieron de que el prototipo de hombre a amar, era un fulano que seguía sueños y arrastraba una cruz. Nos indicaron que la manera de amar era la permanente compañía, sometida y discreta, la que va en las hojas casi sin estarlo pero sin nunca salir. Luego, cualquier aspiración propia, error de hembras, era un capítulo de María Magdalena y por ende, llevaba las piedras, las cofradías de curas mortales lanzando maldiciones insuperables, el camino del purgatorio, la amargura de metales. Sólo teníamos una sola vía.

Mis amigas y yo, con un pie en la edad moderna pero escritas en las coordenadas del catolicismo y sus mitos, vivimos la vida detrás de un hombre que tenía sus cruces y era tiempo de andar plácida y discreta.

Una, tuvo su amor nórdico de grandes promesas. Una cuenta de billetes coloreados, una casita con todo importado. Un grito de dejaría mi país, mi remesa familiar, mi seguro social y sólo por ti. Ella entendía que era su Cristo cargado de cruces, que era su discreción y perseverancia la que le evitarían caer en la sección de ninfas latinoamericanas, de las que se conocen en el viaje y se olvidan al aterrizaje.

Años de paso por los capítulos no escritos, por la promesa que se vuelve asfixiante, con el recuento de todos los deberes, con su dónde estás, porqué y hasta cuándo se vinieron a tierra con un “you are such a bitch” 

Otra tuvo más suerte, cumplió el protocolo completo, se casó con el hombre y su cruz. Nunca tuvo capítulos tentados a lo Eva ni infidelidades a lo cualquiera. Se paraba con tiempo de sobra para hacer de su esclavitud un plato que se descartaba al más mínimo argumento “si te ríes así, me divorcio” y se convirtió en una María Magdalena al por mayor al decidir “la que de aquí se va soy yo”.

Yo había acumulado mis cruces. Mi catálogo del catirito sonriente, del amigo de todas que se pasa de copas. Mi valiente aventurero vestido del Che, que con su ortodoxia se oponía al sistema desde la brillante trinchera de las filas comunistas y su veintena de integrantes. Mi salvador de los bosques húmedos, con sus bermudas rotas para sentirse pueblo, él mismo que a la primera hora de distancia física se revolcó con otra.

Luego pasé por el amor que tanto promete. El que es bueno en su casa es bueno en la calle. El que ama a la madre, ama a la esposa. El que trabaja con esmero, quiere con esmero. El que reza todos los días tiene clarititica el alma.

El que promete como quien se confiesa en el confesionario obviando los capítulos oscuros. El que le teme hasta su propia sombra y culpa siempre al vecino. El que su foco de fotógrafo le anula que el mundo está compuesto de ángulos y sombras, de movimiento y quietud.

El que se constituyó en el miembro extranumerario de la Inquisición y que desde su Santidad, tan improbable como la del Papa lanza condenas al dolor. El que se muerde los talones y jura que si existe alguna penuria en esta tierra ninguna bastará para que él perdone.

El que todas las tías decretaron el housband to be, el que se las sabe todas, el que cubre con plomo la cruz que pretende que cargue. El que no entendió que luego de Adán y Eva, después de los sobrados excesos, Dios mando una barca a salvar al pueblo.

Luego vinieron los tiempos tortuosos, toruturadores, los que no ameritan que ni que se nombren. La cualidad de cosa que se guarda en el armario, que no pega con mis amigos ni con mi salario. 

Luego vinieron los ya me harto, qué tan malo es el cuento de Eva y de María Magdalena, el donde se acaba el tic tac jodiendo, donde se callan las tías y sus preguntas. Luego vino el tiempo de soltar amarras.

De negar estos cuentos,
De negar estos cuentos,
De negar estos cuentos,
De jugarse el alma.

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