Nos
convencieron de que el prototipo de hombre a amar, era un fulano que seguía
sueños y arrastraba una cruz. Nos indicaron que la manera de amar era la
permanente compañía, sometida y discreta, la que va en las hojas casi sin estarlo
pero sin nunca salir. Luego, cualquier aspiración propia, error de hembras, era
un capítulo de María Magdalena y por ende, llevaba las piedras, las cofradías
de curas mortales lanzando maldiciones insuperables, el camino del purgatorio,
la amargura de metales. Sólo teníamos una sola vía.
Mis amigas y
yo, con un pie en la edad moderna pero escritas en las coordenadas del
catolicismo y sus mitos, vivimos la vida detrás de un hombre que tenía sus
cruces y era tiempo de andar plácida y discreta.
Una, tuvo su
amor nórdico de grandes promesas. Una cuenta de billetes coloreados, una casita
con todo importado. Un grito de dejaría mi país, mi remesa familiar, mi seguro
social y sólo por ti. Ella entendía que era su Cristo cargado de cruces, que
era su discreción y perseverancia la que le evitarían caer en la sección de
ninfas latinoamericanas, de las que se conocen en el viaje y se olvidan al
aterrizaje.
Años de paso
por los capítulos no escritos, por la promesa que se vuelve asfixiante, con el
recuento de todos los deberes, con su dónde estás, porqué y hasta cuándo se
vinieron a tierra con un “you are such a bitch”
Otra tuvo
más suerte, cumplió el protocolo completo, se casó con el hombre y su cruz.
Nunca tuvo capítulos tentados a lo Eva ni infidelidades a lo cualquiera. Se
paraba con tiempo de sobra para hacer de su esclavitud un plato que se
descartaba al más mínimo argumento “si te ríes así, me divorcio” y se convirtió
en una María Magdalena al por mayor al decidir “la que de aquí se va soy yo”.
Yo había
acumulado mis cruces. Mi catálogo del catirito sonriente, del amigo de todas
que se pasa de copas. Mi valiente aventurero vestido del Che, que con su
ortodoxia se oponía al sistema desde la brillante trinchera de las filas
comunistas y su veintena de integrantes. Mi salvador de los bosques húmedos, con
sus bermudas rotas para sentirse pueblo, él mismo que a la primera hora de
distancia física se revolcó con otra.
Luego pasé
por el amor que tanto promete. El que es bueno en su casa es bueno en la calle.
El que ama a la madre, ama a la esposa. El que trabaja con esmero, quiere con
esmero. El que reza todos los días tiene clarititica el alma.
El que
promete como quien se confiesa en el confesionario obviando los capítulos
oscuros. El que le teme hasta su propia sombra y culpa siempre al vecino. El
que su foco de fotógrafo le anula que el mundo está compuesto de ángulos y
sombras, de movimiento y quietud.
El que se
constituyó en el miembro extranumerario de la Inquisición y que desde su
Santidad, tan improbable como la del Papa lanza condenas al dolor. El que se
muerde los talones y jura que si existe alguna penuria en esta tierra ninguna
bastará para que él perdone.
El que todas
las tías decretaron el housband to be,
el que se las sabe todas, el que cubre con plomo la cruz que pretende que
cargue. El que no entendió que luego de Adán y Eva, después de los sobrados
excesos, Dios mando una barca a salvar al pueblo.
Luego
vinieron los tiempos tortuosos, toruturadores, los que no ameritan que ni que
se nombren. La cualidad de cosa que se guarda en el armario, que no pega con
mis amigos ni con mi salario.
Luego
vinieron los ya me harto, qué tan malo es el cuento de Eva y de María
Magdalena, el donde se acaba el tic tac jodiendo, donde se callan las tías y
sus preguntas. Luego vino el tiempo de soltar amarras.
De negar estos cuentos,
De negar estos cuentos,
De negar estos cuentos,
De jugarse el alma.
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