Siempre he creído que el amor es una cosa de
buena voluntad. Que el amor se sostiene sobre la idea del prójimo, a él se le comparte
y con él se hace y que el prójimo no es cualquiera sino el distinto. Así, el prójimo
del cristiano es el judío y el del judío el musulmán, el del rico es el pobre,
el del conservador es el liberal, y, el del chavista es el detractor, el
opositor o como algunos se denominan ahora, el “caprilista”.
Una vez que la base del amor es el compartir
con aquello que es distinto, lo que no tiene la misma forma, la misma esencia,
el mismo cuerpo, sea este moral o físico las ideas de Francisco de Asís toman
sentido.
Somos un sistema interconectado con cosas como
agua, que necesitamos y somos, con seres como animales que necesitamos y somos,
y personas distintas que finalmente, necesitamos y somos.
El amor es el “a pesar” de las diferencias,
de las distancias, del tiempo. Es el estar “a pesar” de habernos ido, de no
comprendernos tanto. El resto es formalidad, protocolo social, nostalgia
impuesta por costumbres, deber cristiano superfluo y desconectado.
De allí, que todas las formas del amor, desde
la energía que sienten los de la nueva era y sus derivaciones, desde el “manto
sagrado” del que hablan los católicos, desde la presencia compañera y humilde
de los cristianos evangélicos, llegan a ocupar el mismo renglón. El de los
agradecimientos eternos.
Es entonces cuando surge un problema al que
quiero referirme, qué hacer con el amor del otro y a los otros que ponen la
etiqueta acusándome de un odio que no siento.
Pues en el mundo en el que yo creo, en mi
complejo de mafalda, en mi cristianismo de la saeta, es un mundo donde los
lazos se tienden para amar, donde estar en buenas y malas venciendo los “a
pesar”.
A quienes entonces desde aquél lugar que es
su vida se acercan a querer pero sin poder van también los abrazos pero el
pedido, de si su consciencia o si libertad se sienten amenazados de
contaminación, no tienen que estar.
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