Para tales fines dejaré colgando
en la silla la toga que me viste como abogada. Siendo mi error quiero dar las
gracias. ¿Cuál es el límite de querer ayudar a alguien?, ¿cuál es el ilimitado
derecho a la crítica? ¿Cómo no nos hemos dado cuenta que la cultura nos
convierte en lanzas contra todos los demás por los temas propios? He vivido en
dos países, no en todo el mundo sino en sólo dos.
Entre los dos, Venezuela se
lleva la bandera de los estándares absurdos del género. Mi David me lo dijo
muchas veces, el juego de tener que ser Misses es por lo menos caricaturesco,
la crisis de las casaderas es por lo menos medieval.
Todos nos exigen mantener un
peso, una economía familiar en medio de una ceguera grotesca. La vida en la
Revolución impide mantenerse en equilibrio: se trabaja hasta agotarse, se
batalla en permanencia, se come lo que hay, y luego, ojos picudos sobre
nosotras: las mujeres no tenemos derecho a la que Soto Rojas llama “la lipita
bolivariana”.
Entonces luego, de militantes
esbeltas de la Juventud a desesperadas treintañeras, cada quien inventa su
fórmula para intentar no sólo mantener la doble jornada sino la doble
apariencia: militantes revolucionarias con apariencias adecuadas para la
burocracia. Es un hibrido entre la boina y la minifalda. Es un desgaste
permanente, donde la sororidad se esfuma y se vive una batalla disimulada en un
“yo te recomiendo”.
Por azar, en medio del torbellino
veo que cada quien no es un saco de carne y huesos sino un proceso psicológico complejo,
¿qué esperamos?, ¿cuál es el equilibrio entre lo personal y lo social?, ¿entre
cansancio y beneficios?
Mi única respuesta dibujar
conciencia sobre estos temas que me resultaban invisibles hasta ayer. Por ello,
lo único que puedo es sin adornos y llena de disculpas, dar las gracias a quién
con su reacción me dio luces y no digo su nombre, porque es su proceso el
rabiar hasta cuando lo sienta necesario.
Gracias.
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