No pretendo hacer cartografía social ni pintar sobre sus ojos las paredes de
la ciudad real. Ni de aquella del Festival de Teatro, ni de la del tabulador de
precios inmobiliarios y mucho menos la que sale en la página roja mundial. No
veo en este momento Caracas como algo tan sublime como lo hacía Martí al
contarla como la Jerusalén de América ni como una simple ciudad-valle que
contiene miles de vidas. Esto porque me siento a pensar Caracas como pensaba
las flores cuando una tarde de invierno en España conseguí en una matita muerta
una delirante flor, con todos sus pétalos, viva y hermosa como si fuera
primavera.
Caracas finalmente tiene en mi vida su razón. Caracas es el sitio que escogí para crecer. La ciudad se dibuja en rudos contrastes donde emerge una alegría caribe aunque se arrastren tristezas coloniales.
Mi Caracas no se corresponde con ningún mapa. Llega al Este hasta Altamira, rozando con esfuerzo los Palos Grandes, en aquellas pequeñas calles que recuerdan un tanto a Europa me gusta sentir el olor frío y ruidoso de las seis de la tarde. En Altamira, el Ávila se queda atónito cada hora pico, aun tembloroso de aquél espectáculo de ruedas. En Altamira baja una neblina de pueblo de los Andes, se teje ese ambiente que se cree París. Allí Caracas se cree medio rica, no tiene vista a sus propias realidades y tiene un obelisco cualquiera elevado como puesto sin sentido en medio de lo que no quiere ser el medio de la ciudad pobre, desordenada que es Caracas.
Amo las tardes en las Mercedes pero no todas las Mercedes. Sólo un sitio que disfruto en solitario como quien mira un espectáculo, una obra de teatro. Ese trasnocho con pinta de postal de una ciudad que confunde la televisión con las artes tiene un característico olor a cotufas y personas vestidas a la francesa. La comida es muestra de poca destreza con precios de alta etiqueta, y completa una diminuta oferta comercial como reflejo de un mundo cultural en decadencia.
Del resto conmigo, todo es un paseo por el lejano oeste. Con la sonrisa con la que corre el buhonero perseguido por el Policía Nacional, con ese ambiente de pueblo sobrepoblado que tiene La Pastora o con el infinito baile que hay en el 23. Esos espacios tienen misteriosas vitalidades, son alegría sobre las miserias.
La misma alegría la tiene mi parquero. Ya él es el alto pana que veo cada día. Me guarda el último puesto de a treinta bolos, me avisa si le falta aire al caucho. El vive en medio del hollín en extremos un poco cenicientos pero siempre anda riendo con sus niños.
Amo comer en El Bosque y la sombra que dan los Eucaliptos en el Country tanto como ver llena de actores y bailes las cuatro esquinas de la Plaza Bolívar donde un Pastor evangélico se queda a diario sin garganta gritando que a Cristo lo secuestran en la Iglesia y donde las Monjas pasan con ojos puyudos a la hora del Rosario.
Amo el sonido de violines del Café Venezuela, el clap, clap irregular de correr en tacones aquel piso inclinado. El reflejo de la luna en el Capitolio que recuerda lo pequeño del pasado. Un edificio de tan pocos cuartos era la cuna de todo nuestro Estado.
Amo pasar horas decidiendo cual es la imagen que me producen los que compran "oro, dólares y euros" frente al Banco Central y a la Asamblea Nacional. Al tiempo me parecen una demostración de que realidad y derecho no son sinónimos, y también amo, los viejitos encerrados en cajitas metálicas donde venden de todo: agua, cintas, la prensa, el último libro de derecho, mata cucarachas y polvito para ratones. Toda su vida se resume a la mirada con la que abren y cierran.
Amo coincidir con miles de personas encerradas en el amor-odio que produce la cola, el apuro, los precios de Caracas y la mirada traviesa de dos adolescentes enamorados en el metro. El metro como subsistema con peso propio es una especie de relajo de miedo y violencia. Siempre hay la vieja que grita, el adolescente que no da la silla y los que se miran como asegurándose peleas si él otro no quita la mirada de su pareja. Luego está la voz de fastidio con la que habla el conductor que sólo tiene dos frases "se ha recibido una señal de alerta..." y "en breve retomaremos la marcha" ¡dos frases! ¡He allí un oficio para el que no fui hecha!
Amo que la ausencia del calor de la casa, de la seguridad de tener siempre un amigo bajo la manga, una tía cerca, me ha permitido descubrir una sección destinada para renovar la fuerza y entender que incluso bajo la lluvia se puede reír de sus injusticias y sus categorías de personajes, ya sean los arribistas de Caricuo, los chavistas chic del Eje del Buen Vivir, los niños bien del San Ignacio, las españolas del Edificio que todos los días me explican que el país se va a la mierda, todos ellos, sin darse cuenta entrelazados en un movimiento que vale la pena escoger para encontrarnos tan distintos y tan iguales, que dedicar esta nota a todos ustedes como recuento de un año donde lo más duro puso en su lugar las prioridades, donde la risa encontró nuevos códigos para reproducirse, me lleva a concluir que Caracas fue la ciudad que escogí para crecer.
Así cuando el olor a navidad deja ver lo que fue un año, parece que el 2013 se lleva muchas cosas. Se lleva amigos a otros espacios espirituales. Se lleva a mi querida Rebeca transformada ahora en lección para mi propia experiencia de vida, de modo que, valga la pena decir como cerraba hoy la tarde, "lo único que tengo seguro del futuro es que en él moriré" por ello que valga encontrar la dulzura del tiempo presente, la riqueza del pasado y sonreírnos porque las cosas siempre estarán o bien o mal, la vida sólo pasará en este momento, de esta manera, esta vez.
¡Feliz Navidad y aventuroso Año Nuevo!
Caracas finalmente tiene en mi vida su razón. Caracas es el sitio que escogí para crecer. La ciudad se dibuja en rudos contrastes donde emerge una alegría caribe aunque se arrastren tristezas coloniales.
Mi Caracas no se corresponde con ningún mapa. Llega al Este hasta Altamira, rozando con esfuerzo los Palos Grandes, en aquellas pequeñas calles que recuerdan un tanto a Europa me gusta sentir el olor frío y ruidoso de las seis de la tarde. En Altamira, el Ávila se queda atónito cada hora pico, aun tembloroso de aquél espectáculo de ruedas. En Altamira baja una neblina de pueblo de los Andes, se teje ese ambiente que se cree París. Allí Caracas se cree medio rica, no tiene vista a sus propias realidades y tiene un obelisco cualquiera elevado como puesto sin sentido en medio de lo que no quiere ser el medio de la ciudad pobre, desordenada que es Caracas.
Amo las tardes en las Mercedes pero no todas las Mercedes. Sólo un sitio que disfruto en solitario como quien mira un espectáculo, una obra de teatro. Ese trasnocho con pinta de postal de una ciudad que confunde la televisión con las artes tiene un característico olor a cotufas y personas vestidas a la francesa. La comida es muestra de poca destreza con precios de alta etiqueta, y completa una diminuta oferta comercial como reflejo de un mundo cultural en decadencia.
Del resto conmigo, todo es un paseo por el lejano oeste. Con la sonrisa con la que corre el buhonero perseguido por el Policía Nacional, con ese ambiente de pueblo sobrepoblado que tiene La Pastora o con el infinito baile que hay en el 23. Esos espacios tienen misteriosas vitalidades, son alegría sobre las miserias.
La misma alegría la tiene mi parquero. Ya él es el alto pana que veo cada día. Me guarda el último puesto de a treinta bolos, me avisa si le falta aire al caucho. El vive en medio del hollín en extremos un poco cenicientos pero siempre anda riendo con sus niños.
Amo comer en El Bosque y la sombra que dan los Eucaliptos en el Country tanto como ver llena de actores y bailes las cuatro esquinas de la Plaza Bolívar donde un Pastor evangélico se queda a diario sin garganta gritando que a Cristo lo secuestran en la Iglesia y donde las Monjas pasan con ojos puyudos a la hora del Rosario.
Amo el sonido de violines del Café Venezuela, el clap, clap irregular de correr en tacones aquel piso inclinado. El reflejo de la luna en el Capitolio que recuerda lo pequeño del pasado. Un edificio de tan pocos cuartos era la cuna de todo nuestro Estado.
Amo pasar horas decidiendo cual es la imagen que me producen los que compran "oro, dólares y euros" frente al Banco Central y a la Asamblea Nacional. Al tiempo me parecen una demostración de que realidad y derecho no son sinónimos, y también amo, los viejitos encerrados en cajitas metálicas donde venden de todo: agua, cintas, la prensa, el último libro de derecho, mata cucarachas y polvito para ratones. Toda su vida se resume a la mirada con la que abren y cierran.
Amo coincidir con miles de personas encerradas en el amor-odio que produce la cola, el apuro, los precios de Caracas y la mirada traviesa de dos adolescentes enamorados en el metro. El metro como subsistema con peso propio es una especie de relajo de miedo y violencia. Siempre hay la vieja que grita, el adolescente que no da la silla y los que se miran como asegurándose peleas si él otro no quita la mirada de su pareja. Luego está la voz de fastidio con la que habla el conductor que sólo tiene dos frases "se ha recibido una señal de alerta..." y "en breve retomaremos la marcha" ¡dos frases! ¡He allí un oficio para el que no fui hecha!
Amo que la ausencia del calor de la casa, de la seguridad de tener siempre un amigo bajo la manga, una tía cerca, me ha permitido descubrir una sección destinada para renovar la fuerza y entender que incluso bajo la lluvia se puede reír de sus injusticias y sus categorías de personajes, ya sean los arribistas de Caricuo, los chavistas chic del Eje del Buen Vivir, los niños bien del San Ignacio, las españolas del Edificio que todos los días me explican que el país se va a la mierda, todos ellos, sin darse cuenta entrelazados en un movimiento que vale la pena escoger para encontrarnos tan distintos y tan iguales, que dedicar esta nota a todos ustedes como recuento de un año donde lo más duro puso en su lugar las prioridades, donde la risa encontró nuevos códigos para reproducirse, me lleva a concluir que Caracas fue la ciudad que escogí para crecer.
Así cuando el olor a navidad deja ver lo que fue un año, parece que el 2013 se lleva muchas cosas. Se lleva amigos a otros espacios espirituales. Se lleva a mi querida Rebeca transformada ahora en lección para mi propia experiencia de vida, de modo que, valga la pena decir como cerraba hoy la tarde, "lo único que tengo seguro del futuro es que en él moriré" por ello que valga encontrar la dulzura del tiempo presente, la riqueza del pasado y sonreírnos porque las cosas siempre estarán o bien o mal, la vida sólo pasará en este momento, de esta manera, esta vez.
¡Feliz Navidad y aventuroso Año Nuevo!
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