Conocí a Lydda una mañana sentada
en una esquina del Palacio de los Cóndores, tenía una manta, un cabestrillo,
una mirada gacha y al verme soltó una sonrisa. Estaba en esa andanza de ir a burlarse de las
formales reuniones a las que se convocan los escritores en decadencia y al
verme sabía que era la hija de Pedro, el que le escribió un poema. A ella, que
no cabía en su pueblo.
Lydda era una presencia enorme
una mirada que no se olvida. Antes de ese día era la mamá de Mirna, la alumna
de mamá que se sentaba en risas en la sala de la casa y que se perdía en las
veredas cuando mi papá la dejaba en San Jacinto, y era la esposa de José,
sonriente, delgado, con unos ojos que recuerdo con una claridad absoluta, como
la paz que da la conciencia limpia y el alma pura.
Lydda volvía cada tanto a los
espacios que pisaba y llenaba de humo el homenaje a Gustavo Colina, iba de la
mano de la Gocha en aventuras tremendas como el ponerse a la orden de Chávez
para encarar el Ministerio del Desastre.
Lydda era la que me halaba al
baño para compartir alguna locura en los atrasos y en las pausas de los
recitales y me decía, “entonces, muchachona dejemos a los viejos y vámonos”.
Lydda, hoy que no es su
cumpleaños ni el aniversario de su muerte sigue siendo Lydda.
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