He allí para
mí una verdad absoluta. He amado a un par de personas todos los días de la vida
que hemos compartido. Cuando ha tocado ser paragua me he convertido en tela y
metal, cuando ha tocado ser abrazo me he transformado en lazo en la espalda y
he jugado a dibujar pequeños planes, en blanco y azul sobre madera, en
orquídeas con barro, en pictogramas, en fotografías.
La verdad es que ya a
estas alturas, a falta de poder dar el paso siguiente muchos me miran
condenando, tanto haber amado como a no pasar de allí. Sin mirar por momentos
que hay cosas complejas. Porque
cuando he dicho que he amado, que me he transformado, que he aprendido el arte
de pararse temprano y hacer arepas, el arte de ir a los amigos aburridos los
diciembres, de las visitas a las abuelas, de tomarse la mano en la funeraria
también digo que nunca he renunciado a la simple idea de ser yo misma.
A veces,
contagiada de tristezas por tiempos largos y otras, con un mapamundi bajo el
brazo sé que no entro en el cuartico de dos por dos que la mayor parte me han
propuesto pero esta sociedad funciona así, ellos no llevan apuro sino nosotras,
somos nosotras las que debemos huir de ser solteronas.
Mi abuela me
lo explicó muchas veces con ejemplos y con metáforas, incluso con un par de
pasajes de la Biblia y yo hoy me lo explico a mí misma. Viendo como, al paso
del tiempo todos han ido a la tienda a comprar otra muñeca que quiera jugar a
llenar el espacio y hacer las arepas.
¿Qué es en
definitiva lo que falta? ¿Qué es a la larga lo que sobra? ¿Cuál sombra nos
persigue, qué eclipse buscamos? Por lo pronto me dispongo a tiempos sin
agendas. Harta del mismo teatro de tener que vivir tras otras reglas acepto
este tiempo sin arrastrar los pies, me desprendo de todo lo vivido pero admito,
he amado, quizás en definitiva mucho más de lo que alguno entre todos ellos nunca jamás me amó.