jueves, 21 de febrero de 2013

Contuve las ganas de vomitar. Aquello era una ciencia más mental que física pero lo físico era producto de lo mental. La sensación de que el piso se movía en zigzag, sin rumbo fijo no era solo mía. La veía en los rostros de las personas que me rodeaban y en sus silencios. La crisis de los veintitantos cayó de golpe en la crisis de la economía, la burbuja inmobiliaria de pronto se comió esperanzas de viajes y de propiedades y me dejó en el limbo de los que trabajan con inercia.

Contuve las ganas de vomitar. El movimiento que salía de adentro apuntaba en todas direcciones y tan sólo se sostenía del sentimiento de culpa. Creo que de pronto todas las cosas que habían sido, eran culpa mía. Lo era la infidelidad de Horacio sin duda alguna. Yo casi que repasé la historia y vi cómo le pedí a gritos que lo hiciera, quizás la paternidad de Michael y su locura, también su alcoholismo actual. Lo era la tristeza de mi padre, su insoportable manera de diluirse -casi de irse- por la cual me costaba tanto encontrar la paz. Creo que también lo fue la muerte de mi abuelo que me visitó esa noche sin causas médicas y quizás la muerte de la gocha.

Era la grandísima culpable de todas las desgracias después de todo, eso pasa cuando una es mujer y además, testaruda.

Era tan profunda la soledad que ya no valían las palabras, quizás eran como el dolar, tenían una escala oficial a precio de fábula y un costo real a precio de pesadilla. Quizás, era culpable de todas las cosas que habían fallado y de pronto recordé la tarde que llegué a casa, casi niña y pensé por primera vez en morir.

En aquél tiempo tan vacío de las maldiciones actuales quería y creía otras cosas pero ya sentía la muerte como un consuelo a éste infierno con impases del Quijote.

¡Que simple hubiese sido la vida sino hubiese querido nunca salvar a nadie!

Siempre he querido salvar a alguien y tan sólo he conseguido condenarme a mí misma. La verdad, todo siguió, y todos resultan más felices a mi distancia que a mi cercanía y tengo el terrible mal de no soportar ver llorar a nadie y menos cuando hablan conmigo o hablan de mí.

Con las dos idas de Maracaibo, con el capítulo Francia y con éste capítulo, entendí que jamás huiría de mí. Estaba condenada a soportarme y eso quizás, era mejor cuando tocase menos y menos gente. Por eso, había borrado con escobas la lista de teléfonos. Me había encontrado de pronto, por decisión irrevocable, sin amigos.

Me encontraba al filo de la línea de la vida sin amor, pese a la cínica explicación de gente que teorizaba sobre mi terror a la soledad. La verdad, con mi capacidad de todo joderlo, debe ser una manera de aminorar la extinción de la humanidad.

La verdad es que andaba ese día, con las cartas echadas, con la certeza de que era tiempo de olvidarlo todo y en el olvido de todos, encontrar la paz.

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