La
naturaleza del alacrán
Por mi muy querido Douglas Bolívar
Hace un año que dejé de
tomar café en la calle. Opté por comprarme un colador de trapo y yo mismo me
sirvo un negrito antes de salir de casa (y así no salga). En estos días del
padre la consorte me obsequió una cafetera de esas que parecen una torrecita de
acero y que sirve sólo una taza, en todo caso suficiente.
Eso no quita que de vez
en cuando me plante en la barra de una panadería y me haga víctima de una auto
estafa al pagar 12 bolívares por un con leche. Este monto me resulta una
fortuna, comparándolo con lo que se quiera: el precio del kilo de café sin
moler, por ejemplo. Está regulado, pero su único derivado no. ¿Cabe suponer una
hora cero de las panaderías y cafetines si las obligan a vender el café de barra
a un determinado y justo precio? Tales comercios, en verdad, consideran una
pérdida de tiempo y dinero el estar sirviendo un café, pero saben que no pueden
desairar a semejante costumbre del venezolano sin riesgo de irse a quiebra. Nosotros
ni siquiera nos valemos del sentido de oportunidad.
En fin, hace una semana
tuve que acudir al centro comercial Los Cedros, en la avenida Libertador, donde
operan las implacables oficinas del Indepabis. Me sentí en mi territorio, me
sentí indestructible. En la plazoleta de la planta está la oficina receptora de
denuncias. Me dije en un fugaz delirio: yo debería ser el jefe de esa oficina
para agarrar por la pechera a cuanto comerciante ladrón haya en este país.
La oficina receptora estaba
cerrada porque era mediodía. Qué drama que nuestro combate contra el robo tenga
horarios. Haciendo la espera forzada, detecto que justo al lado opera un
cafetín que, además de pastelitos y el café, sirve almuerzos al mediodía.
Estirando la media hora que faltaba, pido un café y extiendo justo los 12
bolívares con la que complazco la estafa que me cometen. Sonó la
alarma…beeehhhhh. ¡Cuesta 15 bolívares! Me descompongo en mi fuero interno, no
por ese 25% que le adicionan a la estafa, sino porque lo hacen donde acabo de
decir que me siento indestructible.
Voy a la oficina de
prensa de Indepabis y hago mi desahogo con la linda chica que hace los
boletines de prensa. Simplemente me comunica que sí, cómo no, todo el mundo se
queja del cafetín y resuelven el caso bufándose de lo caro que son los
empresarios de ese lugar.
¿Por qué me
descompongo? Por lo estructural: Un empresario que se sabe rodeado de fiscales
del Indepabis, de hecho están exactamente al lado, ¿qué mentalidad debe tener
para olímpicamente vender 25% más caro el mismo café que te venden en las
esquinas? Es decir, me aterra constatar la sensación absoluta que tienen de
saberse inalcanzable nada menos que para el Indepabis.
Pero me escoñeta más la
otra confirmación: ¿Qué clase de institución va a defenderme a mí si no sabe
defenderse ella misma? ¿Qué mierda de fiscales tenemos en la oficina receptora
de denuncias que no multan a esa porquería en el acto? O sea, el detective
tiene al asesino violador al lado y no sólo que no lo detiene sino que
intercambia con él chismes de vecindad.
Devastado, me dirijo a
cumplir el rol que la providencia me ha asignado: pido que me reciban en la
oficina receptora de denuncias. Dios y su ayuda para que me dejen entrar porque
mi caso no comporta propiamente un hecho al alcance del Indepabis. No hay
sobreprecio porque el producto no está regulado, me señala el amable abogado al
que me han asignado para escucharme. ¿Y la usura?, lo atajo. Ah, bueno, por ahí
como que sí. E ingresa mi denuncia en el sistema. ¿Y mi número de expediente
para verificar? No, no se le entrega nada. Todo queda en el sistema y en una
semana un fiscal irá hablar con los señores del cafetín. Una semana para transitar
dos metros. ¿Y cómo sé que jodieron a esos ladrones? Vuelva en una semana a
ver. Ni siquiera tengo cómo demostrar que hice la denuncia. Me escamotean
semejante trofeo. Me sucede como al hijo de la burguesía: me lleno de
arrechera, pero no puedo quemar esa mierda de cafetín como quisiera. Tampoco
puedo implosionar al Indepabis (imagen con la que deliro).
Ya que he sacado ánimo
para escribir esta bagatela, la voy a complementar con una mínima idea que
quizás salve al Indepabis de la implosión que bien se merece.
Estoy inscrito en el
Sibci –un hecho romántico, dado que sólo soy una estadística – y he estado
pensando en que Samán es quien puede hacerse cargo de este “ejército” que
conformamos quienes respondimos a este llamado.
A lo que me refiero:
creo la tarea de megafonear cada quien en su zona ha sido poco ejecutada, acaso
por la desarticulación reinante. La tropa del Sibci, para no darle tantas
vueltas a lo que quiero comunicar, debería ser la materia prima de eso que
Samán ha dado en llamar “amigos del Indepabis”. Es decir, cada integrante del
Sibci debería megafonear menos y sí, en cambio, tener línea directa con el
Indepabis para reportar a los ladrones de su cuadra. A esto llamaría yo una
acción que se enmarcaría estupendamente en una “POLÍTICA COMUNICACIONAL”,
puesto que cumple el requisito esencial: prescinde de la idea absoluta de
valerse de un medio artificial (sea radio, televisión o prensa).
Naturalmente, amigo
Samán, la cosa no es así de cómetelo bicho: cada reporte de robo que haga la militancia del Sibci –una tropa a la que
cabe suponer inmersa en el hecho comunicacional (aunque todavía alienada con la
idea de los medios artificiales) – debe generar un número de control. Con ese
número el MINCI haría su respectiva evaluación y elaboración de políticas
informativas posteriores. Si esta articulación ministerial se hiciera posible,
a MINCI le correspondería una acción de acomodo en la opinión pública: la
estigmatización de la especulación (si se tuviera éxito en ello, realmente
quedaría muy poco por resolver).
Habría otro brazo
ministerial cuya tarea sería garantizar el trípode: El Seniat (que aunque no un
ministerio como tal, su dimensión lo convierte en ello). Le estamos pidiendo a
nuestro pueblo que exija la factura en los comercios. Muy hábil y efectiva la manera
de esta invitación. ¿Son buenos los resultados? No lo sé. A nadie he visto
exigir su factura en la panadería que me toca. Pienso que el consumidor sigue
confundido y se preocupa sólo por el papelito que certifica la efectividad de
la operación de su tarjeta de débito.
Entonces… entonces.
¿Qué pasaría si el Seniat emitiera una providencia que obligara a los comercios
a colocar en sus facturas un número de control del usuario? Que con ese número
yo ingresara a la web del Seniat y constatara –o no– si lo que el empresario me
retiene por IVA ingresa de verdad al Estado. Toda la vida me he preguntado: los
bolívares que hoy éste ladrón me retiene en nombre de la legalidad, ¿cuántas
horas o días tardan en hacerse disponible para la Revolución Bolivariana? Y si
no se hace, ¿no sería hermoso ir a escupirle la cara al ladrón o mearle su
mostrador y después ponerle uno mismo los ganchos?
En fin, me voy porque
me toca la pastilla de esta hora. Ya está bueno de hablar tantas pendejedas.